martes, 31 de enero de 2017

Lo sensible condenado



Entre tantos vorágines, prisas, entre tanto estrés y tareas para cumplir, ideas para realizar, palabras sin decir, miedos a enfrentar... vemos a los dos, padre e hija, caminando entre los árboles, en un parque de la ciudad X, llamada así porque ya no existe. Hacen este recorrido cada vez que la hija le hace una llamada diciendo: “Papá, ya no aguanto más. Tan agotada estoy que me duele todo”. Lo primero que hace el padre al terminar sus asuntos, es meter a un pequeño "medioperro" en el coche y le va a recoger a ella... que nadie sabe ¿por qué y cómo? pero ha salido hecha toda una sensibilidad que hace posible ver mariposas invisibles, pero también agudiza los dolores. 

Ahí, mientras van acumulando pasos por las alamedas recién florecidas, esta vez hablan sobre algo importante: la hija ha decidido marcharse lejos, “borrar unos dos años de su vida” como dice el padre, porque entiende que no es ella quien pueda enfrentarse a semejantes retos, pero sabe bien, que lo va a hacer, porque si no, no se va a perdonar nunca no haberlo hecho. En fin, será nada más que una experiencia, siempre va a tener esa puerta abierta para dar un paso atrás. Pensar así le tranquiliza, porque no sabe que dentro de poco, la puerta se cerrará para siempre. Si lo hubiera sabido, lo habría hecho todo de otra manera. Pero es el error que hacemos todos al pensarnos capaces de controlarlo todo, y cuando todo sale fuera del control, nos pilla por sorpresa rompiendo por completo nuestra imágen ilusoria de un mundo seguro y estable. 

Sobre una montaña Moro de Toix, en Calpe, crecía un árbol... mi árbol... plantado encima de la lanura del cumbre, tan sólo y solitario que nadie de los atraídos por su belleza que subían para verlo desde más cerca, se atrevían a quedarse, asustados con un inmenso desgaste físico y emocional que suponía cuidarlo, con una inmensa soledad, profunda y fría, que le rodeaba ahí, sobre el cumbre, donde atacado por unas tormentas, seguía floreciendo, de mes en mes, de año en año, porque sólo desde ahí, desde encima, podía contemplar el paisaje más bello, más abierto, lleno de poesía, libre de todo lo terrestre y material, donde podía tocar las estrellas antes de soñar y acariciar el sol al despertarse. Cuando llegué un día, el árbol ya no estaba, será que no aguantó una de las tormentas. No lo sé. Pero sé que cada uno de esos días del sol y de lluvias, estuvo feliz viendo mares y horizontes sin límite. La gente lo llamaba “el árbol de esa jóven de ojos verdes, que íba y venía, venía e íba"... que también un día dejó de venir a esa ciudad de los flamencos rosos.  

En este mundo de los fuegos artificiales, en una época de la abudancia equivocada, vivimos en los tiempos del mayor déficit y minimalismo que va despreciando todo lo sentimental, lo emocional, lo espiritual, lo sensible... casi convertido en un eslabón más flojo y condenado a romperse. ¿Será verdad que todo lo sensible es vulnerable? ¿O, tal vez, será que es tan fuerte que se atreve a sentir? Dicen que para quedarse en pié hay que dejar aparte los sentimientos. Lo racional siempre se gana más privilegios por lo seguro y cómodo que parece ser, hasta el momento cuando nos damos cuenta de que por precio de una comodidad, hemos vendido lo más valioso que teníamos... nuestro “yo” que sabía volar. Pero, a pesar de saber que en nuestro mundo pragmático las acciones de lo sensible tienen riesgo de caer en default, seguir invertiendo y apostando por sentir, parece ser una única vía de caminar sin perdernos por el camino. 



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