jueves, 25 de mayo de 2017

El arte de disfrutar el momento

Pienso mucho en esa capacidad de disfrutar el momento a la que aspiramos tanto. E igual que un científico que días y noches intenta resolver una formula, intento yo buscar maneras de volver a aprender a dedicarme a disfrutar el momento, sin una pesadez de los pensamientos a fondo. Recuerdo una época de mi vida cuando para disfrutar profundamente bastaba solo contemplar. Criticada por muchos, mi manera de vivir, representaba una cadena de los placeres que alimentaban el sentir convirtiendo mi día a día en una envidiable celebración continua de la vida.  

No recuerdo el momento de haber perdido esa capacidad. Ni siquiera me he dado cuenta de ese cambio en mí, simplemente poco a poco iba comenzando a notar esa sensación del vacío que me acompañaba a cada paso. Una sensación muy parecida a un bloqueo de los sentidos, de los sentimientos que, al querer salir fuera, se quedaban presos dentro.  

¿Qué es lo que nos impide disfrutar? 

A todos nos gusta tener garantías, aunque bien sabemos que no son nada más que una ilusión. Pero un ser humano está hecho así, que necesita una ilusión del equilibrio para sentirse estar firmamente de pie. No ver el suelo al alcance de nuestros pies nos produce vértigo. Colgados en el aire no pensamos nada más que en aterrizar, volamos tensos y nos relajamos solo al pisar la tierra.  

Lo mismo pasa con los sentidos. Nos costaría imaginar disfrutar de comprar alimentos, a uno que come una vez al mes. Sin dudas, se desahogaría comprando, pero sería más bien un acto casi deshumanizado de la desesperación, que una satisfacción natural de sus necesidades vitales. A todos nos gusta acompañar una buena cena por un delicioso vino, pero si nos dijesen que deberíamos limitarnos por solo una copa, nos provocaría nada más que rebelión interior. Porque es difícil saciar sed con un solo trago, necesitamos un vaso lleno de agua para quitar la deshidratación. Así, para poder equilibrar el vivir con el disfrutar, necesitamos una base vital que cubre al menos nuestras necesidades más básicas. Un coche no va a poder arrancar si le quitamos, aunque sea, una rueda. Quien siente falta, difícil lo tendrá para no amargar su escaso momento de disfrutar.  

Lo que más echo de menos es esa sensación de una cálida plenitud que te llena en el momento de saborear un pensamiento, un sentimiento, un simple contemplar la belleza, en ese dichoso estado de la saciedad y de la tranquilidad interior. Todo atardecer que es sereno, es siempre lleno de más colores.  

Por eso, no dar salida a nuestros sentimientos, a no satisfacer nuestra necesidad natural de sentir la vida, nuestra mente activa un mecanismo del bloqueo de los sentidos que se quedan bloqueados hasta el momento cuando recuperemos nuestra capacidad de disfrutar. O, más bien, cuando nos permitamos disfrutar de lo que nos rodea. Así, resulta que vivimos en un estado permanente de espera, con lo cual condicionamos nuestro derecho a ser felices.  

Hablando sobre lo que nos falta, sobre esa base vital necesaria para poder disfrutar la vida, hablo también, y en gran medida, de las emociones, de la necesidad de sentir paz y serenidad. Cuantas veces, por un solo pensamiento tóxico, no conseguimos dejar que esa paz penetre todo nuestro ser. Mientras que lo que necesitamos a veces es tan sencillo, pero tan difícil es de lograr. Porque tan difícil es amar sin tener miedo, comprender sin juzgar, dar sin recibir, confiar sin sospechar, reconocer sin negar, creer sin dudar, caminar sin mirar atrás, perder sin lamentar, perdonar sin reprochar, esperar sin perder ilusión.  

A veces, paro unos minutos para observar unas caras felices. Al menos, las que aparentan radiar la felicidad, aquella que muchas veces no valoramos hasta que nos veamos observándola desde lejos. Esas familias paseando por el parque, parejas enamoradas dándose cariño, amigas charlando en una cafetería riéndose sin parar, abuelos cogiendo en brazos a los bebes, madres e hijas caminando juntas, esas comidas familiares los fines de semana o esos coches cargados dirección vacaciones. Observarlo, me genera una especie de la nostalgia y una triste sensación de no pertenecer, pero sigo observándolo, a pesar de ser una costumbre casi sadomasoquista de rascar las heridas. 

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