Este día, igual de caluroso como hoy, hace
tres años, estaba haciendo la maleta para volar a mi casa después de haber
pasado mi primer año en Madrid. Recuerdo aquella ilusión con la que estaba
empaquetando los regalos comprados para mis padres. En una larga cola para
hacer check-in en el aeropuerto de Barajas había muchas familias de
inmigrantes, de esos que van a visitar a su tierra después de una ausencia
imperdonablemente larga. Yo todavía me sentía todo un turista, un año pasado
acumulando kilómetros y ganando puntos aereos, a mi ausencia me la han hecho
poco notable. Al fin y al cabo, a mi madre la ví dos meses antes cuando
emprendimos nuestro bonito viaje por las tierras ibéricas en el 2013. Aterrizé en
Kiev, a las horas nocturnas, todavía me esperaba una noche del tren para llegar
a Donetsk... Mi padre estaba esperando en el andén de la estación, fue el
primer impacto que me estremeció.... no le reconocí... en un año perdió más de
20 kilos por una enfermedad que había sufrido y, felizmente y gracias a Dios,
había superado durante aquel año de mi ausencia. Ningún miembro de mi familia,
en ningún momento, no me había mencionado nada de
lo que estaba sucediendo... cuidando todos mi tranquilidad y paz. En el primer
instanté me enfadé, y era un enfado egoísta porque lo primero que pensé era
preferir estar moralmente preparada y estar al día de todo, para no sufrir
aquel dolor del choque por no haber reconocido a mi propio padre. El segundo
instante hizo darme cuenta de ese inmenso amor que por el bien de tu próximo te
hace olvidar de tu propio bienestar. Me costó mucho superar aquel impacto pero
el maravilloso poder de la mente siempre nos ayuda a adaptarse a la realidad.
Mi estancia en casa duró un mes, una semana antes de la fecha de mi supuesta
vuelta, decidí cambiar mi billete y me quedé en Donetsk para 15 días más. Algo
en mi se negaba a irme, algo me hizo quedarme un poco más, sin dame cuenta de
que aquella decisión fue un verdadero regalo que inconcientemente me hice
a mi y a mi familia... ninguno de nosotros sabíamos que íbamos a tardar tanto
en volver a reunirnos...
15 días... ¿Qué pueden significar unos 15
días? Para mi fueron:
- aquellas décenas de veces más cuando pasé
por mis rincones de Donetsk
- muchas conversaciones más cara a cara con
mi gente querida
- dos paseos más por las calles mano a mano
con mi abuelo
- 15 exquisitos desayunos más preparados con
cariño por mi padre
- 15 noches más que dormí en mi cama
- 15 momentos más de disfrutar esos bonitos
anocheceres que envuelven Donetsk en ese precioso color verde esperanza
- décenas veces más que miré por la ventana
de mi cuarto al despertarme
- varias clases más que pude dar a mis
alumnos más fieles
- un número infinito de veces que acaricié a
mi perro
... y podría seguir espacializando el tiempo
y convirtiendo días en momentos, pero no me dejo de preguntar:
¿qué es lo que habría podido cambiar si
hubiera sabido que a no íba a poder regresar? ¿con cuántos momentos más habría
llenado aquellos quince días? ¿Por qué para darnos cuenta del valor que tiene
cierto momento, tenemos que sufrir su pérdida?
Pero de todo se aprende, y cuando no se queda
casi nada que perder, es cuando curiosamente aprendemos a vivir saboreando cada
momento del presente. Reconozco contar y repasar diariamente cada momento, cada
detalle, cada rayito de la magia que ha estado presente en mi día, cada suspiro
y cada echar de menos. Igual que estos días, incluso cuando a mi Madrid le
siento más vacio que nunca, disfruto infinitamente de cada soplo del viento que
se agradece tanto en estos calurosos días del verano manchego. Y, con cariño y
nostalgia, voy recordando aquellos 15 días que siguen enseñándome a valorar el
día de hoy y a buscar lo bello en lo cotidiano...