lunes, 7 de noviembre de 2016

Ecos de la decadencia



El frío otoñal ha llegado sin avisar. Y aquí estamos en estos días acogedores que invitan a entregarte plenamente a contemplar pensamientos o a aprovechar para darles forma para que un día por fin puedan llegar a ver la luz, o más bien reposar en una sombra de las realidades a las que finalmente me atreveré a tocar en voz alta. Por más que vaya avanzando en mis esbozos, voy contemplando este proceso místico que es escribir, que requiere un estado, tanto emocional como mental, muy especial y receptivo. 

En mis momentos de estos días me ha hecho una buena compañía un precioso libro “Biografía del Silencio” de un sacerdote y escritor madrileño Pablo d'Ors en el que me he tropezado con una bonita comparación del proceso de meditación con algo que los chinos llaman wu wei lo que significa hacer no haciendo. Podría ser una perfecta definición de lo que es escribir que casi parece ser un auténtico meditar: “Wu wei consiste en ponerse en disposición para que algo pueda hacerse por mediación tuya, pero no hacerlo tú directamente, forzando su arranque, desarrollo o culminación. Lo único necesario para esa entrega es estar ahí, para captar de este modo lo que aparezca, sea lo que sea”. 

Escribir requiere un esfuerzo, tiempo y valentía para poder desnudarte ante un esperado y deseado lector, pero también requiere un enorme atrevimiento para poder aguantar esta mirada que vas dirigiendo hacia dentro de ti, sumergiéndote en las realidades y verdades más profundas de tu ser, obligadas a ser rescatadas para dar materia y veracidad a tus juicos. Tanto tiempo iba a ponerme a escribir lo que hoy día decido sacar a la suferficie, tantas veces iba buscando unos párrafos menos “peligrosos” para cumplir con el compromiso conmigo misma pero sin caer en los estados que al tratar unos temas de semejante dureza parecen ser inevitables, pero lo dejaba cada vez nada más que al comenzar. Dicen que es difícil aguantar una mirada firme y directa del otro, yo diría que lo más difícil es aguantar mirarte a tus propios ojos y ser sincero contigo mismo, sacar del fondo las realidades que cuesta aceptar. Sigo afrontando momentos en los que se quiere dejar el bolígrafo, los impulsos de negación y rechazo de hablar lo que preferiría callar, momentos de la lucha interior provocada por mi positivismo innato que insiste en quitar de mis líneas ese toque decadente que matiza mis páginas de color de los cielos lluviosos de los días otoñales

Es curioso que por más que leo a los escritores decadentes en los que tal vez encuentro una especie del consuelo, más creo comprender la naturaleza de estos estados míos, de estas transformaciones interiores que voy observando en mí a cada paso. Igual que cualquier percepción del mundo marcada por la decadencia, toma sus raíces iniciales en la abundancia y la saciedad, así creo y esas rachas mías (que no sé bien si son provocadas por las vibraciones del otoño o son algún rasgo característico o costumbre que se me ha quedado de recuerdo de mis tierras) vuelven su mirada hacia aquellas etapas de mi vida en las que todo se estaba moviendo, al fin y al cabo, entorno de la satifacción de mis propios deseos y necesidades. Pero como nos suele pasar a todos, incluso en aquellas etapas despejadas no siempre me conformaba con lo que tenía y con lo que estaba a mi alcance para disfrutar plenamente, hasta el momento cuando el equilibrio ya se había sido perdido junto con esa estabilidad ilusoria que nos hace pensar que así va a seguir siendo siempre, hasta cuando de repente, un día, nos despertamos frente a una abrumadora realidad del presente que se distingue radicalmente de lo pasado

Y es cuando, sea como sea, acumulando las últimas fuerzas, comenzamos a agarrarnos mentalmente a lo que ya no está, renunciando aceptar un hecho de que en realidad no todo se somete a nuestro control. Vivimos nuestras vidas firmamente creyendo en que todos nuestros esfuerzos se convierten en un sólido fundamento que nos servirá de una buena garantía de la seguridad en el día de mañana. Y así seguimos hasta el momento cuando, muy inesperadamente y sin que nadie nos avisara, ya no tenemos otro remedio que asumir que las circunstancias a veces pueden llegar a ser más poderosas que nosotros. Y es entonces cuando viene el miedo, cuando tomamos conciencia de lo que cualquier cosa que hagamos o consigamos, y por más firme que nos parezca este fundamento que contruimos para nuestro futuro con tanta persistencia, no existen ningunas garantías de que una tormenta de las circunstancias vitales no romperá en añicos todo aquello por lo que hemos luchado, sin dejar ni unos trozos de los que podríamos reconstruir al menos algo parecido a lo que nuestra vida era. 

La literatura nos ofrece múltiples ejemplos de un tal “héroe decadente” cuya decaída mental toma sus raíces en las etapas extremadamente hedonistas de su vida, luego se produce un momento crítico que llega a ser un punto crucial que provoca cambios en su percepción del mundo. Pero, tal vez, esas tendencias decadentes no es una crisis de un modo de pensar en sí, como parece a primera vista, sino un modo de pensamiento que refleja el estado crítico en el que se encuentra el mundo exterior que le rodea. En algún sentido, es un modelo especial de un mundo interior, un conjunto complejo del espíritu y de los estados de animo, un conjunto bastante heterogéneo, pero no privado de la unidad interior, que en fin es nada más que una reacción de autodefensa.

Lo mismo pasa con el decadentismo como un concepto cultural,  un fenómeno universal que se puede desarrollar en algún momento en cualquier sociedad, en cualquier cultura, todos pueden coger esta enfermedad de la sobresaturación. Y no se puede prever ni el momento exacto, ni el año, ni una década... la historia muestra que cualquier fenómeno manifestado en el tiempo en algún u otro momento queda marcado por una estampa de la decadencia. Sus picos siempre suelen coincidir con los momentos transitorios y son estas etapas frágiles que se convierten en un suelo fértil para los estados de animo decadentes que una vez penetran en el fondo de un pensamiento, revuelven todo, estipulan su propio órden y ponen en marcha una profunda revisión de valores. En otras palabras, una sociedad comienza a sentir necesidad en la decadencia cuando una época ya ha consumido todas sus posibilidades y la otra todavía no ha nacido, cuando todo lo pasado no se ha destruído por completo y todo lo nuevo, lo vivo, no se ha creado y no se ha consolidado aún.   

Pués tal vez es una especie de la reacción de defensa psicológica a un vacío que aparece entre estos dos puntos en una coordenada de la vida? Sabemos que en el fondo de cada visión decadente está el rechazo de la realidad, aquel famoso rechazo por el que los críticos tantas veces reprochan a los clásicos más decadentes. Pero, sea como sea, lo más importante es que en el fondo de este rechazo, a pesar de ser un acto más destructivo para él que lo genera, no está una protesta como un objetivo propio, no es un rebelión por rebelíon, sino tal vez nada más que lo trágico de la percepción hipersensible del mundo de aquel que tarda en digerir (o aceptar) lo absurdo de la existencia humana. No obstante, todos tendemos a sobrevalorar los sucesos dramáticos cuando no queda otra cosa que convertirlos en algo que supuestamente nos debe llevar a otros niveles de la autoconciencia y la comprensión.

Así son las reflexiones con el sabor a otoño que en estos días soleados como hoy no deja de ser bonito e inspirador...




2 comentarios:

  1. Fan... fantástico e íntimo post.
    No te das cuenta pero todo lo que escribes merece ser leído y para ser leído no te queda más remedio que escribirlo.
    Lo esperamos con impaciencia como esperamos tus post que, de vez en cuando, se hacen esperar...
    Gracias.
    Un saludo...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por estar atento y por apreciar esas líneas que llegan de improviso. Simplemente surgen. Y sin dudas irán llegando, me lo ha prometido el otoño.
      Un saludo

      Eliminar